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'El Cuento del Zar Saltan', de Rimski-Korsakov, se acaba de representar por primera vez en el Teatro Real de Madrid, con una dirección de escena y escenografía de Dmitri Tcherniakov.
Arturo Reverter
Sábado, 3 de mayo 2025, 23:12
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Arturo Reverter
Sábado, 3 de mayo 2025, 23:12
Primera aparición en el Teatro Real de Madrid de esta rara avis operística de la que realmente solo se conoce la vertiginosa pieza sinfónica conocida ... como 'El vuelo del moscardón' (insecto -en el que pasajeramente se convierte el Príncipe Guidon- que es uno de los personajes habitantes de la fábula). Es 'El Cuento del Zar Saltan' la octava de las 13 óperas del compositor Rimski-Korsakov, ya muy avezado en el momento en el que se estrenó la obra el 3 de noviembre de 1900 en el Teatro Solodovnikov de Moscú. Una novedad por tanto para nuestro público; y para otros muchos. Por lo que hay que felicitar al coliseo madrileño por incluir este título en su 'cartellone'.
La ópera, que se basa en una narración del siempre solicitado Pushkin, adaptada para la ópera por Vladimir Belski, sigue una trama fantasiosa e irreal que alberga pasajeros rasgos de humor y da cabida a situaciones absurdas, por lo que se aleja del realismo cultivado en otras ocasiones por el compositor. Y se incluyen momentos y situaciones no contempladas por Pushkin. Es admirable el trazado musical, basado en una orquestación soberana, en un empleo del folklore verdaderamente original, en una inspiración melódica extraordinaria. Asombra la variedad rítmica administrada por el compositor, que alterna metros tan diversos como 5/8 (sobre todo en intervenciones del pueblo llano), 5/2 y, algo poco habitual, 7/4.
Hay sorprendentes giros y efectos polirrítmicos. Todo ello ayuda a forjar la unidad de la partitura, que subraya formidablemente el espíritu del cuento de hadas. Y que no duda en recurrir a canciones populares, como aquella que alimenta el dúo de las dos hermanas de Militrisa, la protagonista y madre del príncipe Guidon. Es un ejemplo de los muchos que se podían citar y que seguramente se extrajo de una antología preparada por el compositor hacia 1877. La tesitura armónica afirma la musicóloga Maria Cristina Petri, recuerda en algunos casos la antigua polifonía rusa con frecuentes cadencias plagales y el empleo de compases como los arriba apuntados.
No es nada fácil cantar esta ópera, aunque a veces, con lo popular por medio, pueda parecer lo contrario. Como ejemplo podemos citar el dúo entre Guidon y la Princesa-Cisne, que eleva a las voces hasta las alturas del Do sobreagudo. No hay duda de que este 'Cuento del Zar Saltan' puso alguna que otra primera piedra en el camino de músicos posteriores. Uno de ellos fue precisamente Stravinski, que se sintió directamente influido por su maestro a la hora de componer 'Petrouchka'. Se ha afirmado, entre otros por el musicólogo Edward Garden, que el encanto de la ópera nace de la frescura de lo natural, de lo infantil incluso. En este contexto puede decirse que la carencia aparente de humanas emociones en el convencional sentido de las obras líricas no perjudica en absoluto el valor y significación de la ópera.
Y he aquí que en esta curiosa, sorprendente y podríamos decir que revolucionaria puesta en escena de Tcherniakov, la óptica es muy otra. El acercamiento de este siempre interesante, para bien y para mal, 'regista' da una vuelta de tuerca a la acción y a los personajes y desvirtúa la naturaleza de la creación de Rimski. Pero no traiciona sus presupuestos. Lo que tiene su mérito. Resulta que Militrisa y su hijo viven una realidad y una época distinta que aquellas en las que la acción original se inserta. Unas palabras, proyectadas por el omnipresente y rígido telón dorado y dichas, como explicación a lo que vamos a ver, por la madre, nos ponen en situación.
El niño, ya crecidito, es autista. Se vive una acción paralela, si se quiere metafórica, en la que penetran madre e hijo. El muchacho se implica y traspone su realidad a la del cuento por lo que se establece un continuo ir y venir, una dualidad de acontecimientos que se intercomunican. Y se da a los acontecimientos fantásticos un hálito de realidad. Nos acompañan desde el principio espacios de ensoñación por un lado y las del teatro por otro. En palabras de Joan Matabosch, «se abraza la realidad literal (la madre, el hijo autista) y la realidad del cuento, perfectamente insertada en un segundo nivel, que se convierte en una especie de sombra de la realidad». Porque en definitiva lo que ve el espectador es lo que ve o imagina el muchacho.
Al final todo se centra en la realidad y los personajes del cuento, al principio recreados con la típica y tópica apariencia de las matrioskas y luego con su apariencia real, toman cuerpo. Nos hemos despertado y todo vuelve a la seca y poco ilusionante realidad. En el texto se dice al final: «Aquí se acaba el cuento: es todo lo que ustedes necesitan saber». Lo que deja preguntas sin resolver y suscita sospechas de algo que ya conocíamos: que el cuento no es verdadero, pero que es bello.
Porque no hay nada más bello que la ficción. Una ficción que toma otros derroteros en esta recreación, discutible pero muy inteligente y provocadora de Tcherniakov, artista de una fantasía y de una creatividad asombrosas. Y que en otras ocasiones nos la ha dado con queso. En el Real, por ejemplo, con un esperpéntico 'Don Giovanni' o un 'Macbeth' de caricatura. En esta ocasión hemos dado con el artista capaz de crear, por ejemplo, un mundo maravilloso en otra ópera de Rimski: 'La ciudad invisible Kitezh', que pudimos ver en el Liceo.
Para que en este caso todo funcionara bien se situó en el foso una crecida y estupenda Sinfónica de Madrid, que siguió atentamente las indicaciones de un director del que poco sabíamos y que demostró conocer bien el paño: el francés Ouri Bronchti, sustituto del anunciado y enfermo Karel Mark Chichon. Hizo sonar al conjunto estupendamente, con matices, con cuidado de los planos y servicio a las voces, con brillantez incluso. Sin una vacilación y consiguiendo esplendor en todos aquellos momentos en los que el compositor pide aliento sinfónico. Que son muchos y variados. Como ese interludio que abre el segundo cuadro del cuarto acto y en el que se distinguen algunos de los temas principales de la obra, tan rica en ellos. Magnífico trabajo del Coro gobernado por José Luis Basso.
Espléndida prestación de todo el equipo técnico. Habría que citar desde luego al iluminador y encargado del vídeo, Gleb Filshtinsky: las imágenes en movimiento, los dibujos en blanco y negro y color, los cuadros en los que la irrealidad nos llama ayudan y mucho a seguir una acción -la doble acción- que en ocasiones puede tornarse alambicada y tortuosa, con esos saltos, esas idas y venidas; esa transposición de aconteceres.
Para que todo funcionara, y su cita en último lugar no supone minimizarlo, se contó con un amplio y más que cumplidor equipo vocal. La palma se la lleva desde luego el tenor Bogdan Volkov, al que escuchamos hace unas semanas un buen Lenski en 'Eugenio Oneguin'. No es ni un spinto ni un dramático como se ha dicho, porque además la parte de Guidon no necesita una voz de esa categoría. Es un lírico-ligero con pasajera consistencia de lírico a secas. Timbre cálido y cordial, homogeneidad de registros, facilidad en el agudo. Buen actor (no es fácil adoptar los gestos y movimientos de un autista).
A su lado muy bien Svetlana Aksenova, la madre, Zarina Militrisa, una lírica de buen apoyo y nítida dicción, con vibrato acusado pero no antimusical. Estupenda la soprano lírico-ligera Nina Minasyan, fácil arriba, espejeante y sonora, bien afinada, como Princesa-Cisne. Todos los demás, incluido el Zar Saltan de Ante Jerkunica, un bajo alfo desleído y con problemas en la zona alta, a buen nivel. Como Bernarda Bobro (cocinera), Stine Marie Fischer (hilandera) y Carole Wilson (Barbarija).
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