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La batalla por el liderazgo tecnológico mundial ya no se libra en los laboratorios de Silicon Valley, ni en los despachos de los grandes reguladores. Se libra en fábricas ultraespecializadas que producen componentes más pequeños que una bacteria, pero con una capacidad de influencia global casi ilimitada. Hablamos de chips, los cerebros diminutos que dan vida a todo: desde móviles y automóviles hasta supercomputadoras y sistemas de defensa. Detrás de su diseño y fabricación se esconde una pugna geopolítica que ha escalado a niveles que recuerdan a las tensiones de la Guerra Fría, esta vez entre Estados Unidos y China. Y en esa guerra, Europa sigue en un preocupante segundo plano.
Sobre ese tablero tan silencioso como determinante, la periodista especializada Marimar Jiménez y Emilio García, ex director de Gabinete en la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones e Infraestructuras Digitales, han elaborado un exhaustivo análisis en su libro Chips y poder. Una batalla global por controlar la tecnología del futuro (Editorial Catarata). Más allá de la obra en sí, lo que han hecho es situar con precisión la dimensión real de un conflicto que condiciona no solo el desarrollo tecnológico, sino el equilibrio económico y político del mundo que viene.
Todo comenzó a tomar forma en 2015, cuando China lanzó su ambiciosa estrategia Made in China 2025, con el objetivo de reducir su dependencia exterior en sectores tecnológicos críticos. A pesar de su músculo industrial, el país sigue importando cerca del 80 % de los chips que consume, lo que revela una fragilidad estructural que ha intentado corregir con miles de millones en inversión pública y con una política de captación de talento global. «Es una carrera de fondo, y lo que vimos claramente es que se estaba configurando una nueva guerra por el control de toda la cadena de suministro», explica Jiménez.
A ese pulso respondió rápidamente Estados Unidos con una batería de sanciones, restricciones tecnológicas, vetos a empresas como Huawei y una estrategia industrial que busca reubicar la fabricación de semiconductores avanzados en suelo nacional. «Estados Unidos ha jugado una partida muy agresiva. A base de presión, amenazas de aranceles e incentivos fiscales ha conseguido que TSMC y Samsung fabriquen en su territorio», añade García. La apuesta es clara: evitar una dependencia estructural de China que pueda condicionar no solo la economía, sino también la seguridad nacional.
Taiwán, mientras tanto, se ha convertido en el eje geoestratégico de esta batalla. En su territorio se producen más del 80 % de los chips de última generación, y su empresa estrella, TSMC, lidera el mercado con una tecnología que por ley no puede replicar fuera de la isla. Esto convierte a Taiwán en una pieza crítica, pero también en una fuente constante de tensión. «Una invasión por parte de China tendría consecuencias devastadoras para la economía global. Si se destruyen las fábricas, el suministro de chips avanzados se detiene. Si China se queda con ellas, el mundo quedaría tecnológicamente en manos de Pekín», advierte Jiménez.
Las tensiones no son solo políticas. También son climáticas, energéticas y logísticas. La fabricación de chips es extraordinariamente intensiva en recursos. «Una sola máquina de litografía avanzada consume lo mismo que una ciudad pequeña», recuerda García. En Taiwán, las sequías recurrentes y la falta de tifones han obligado a parar la producción en algunas plantas. A eso se suma la creciente dificultad para acceder a materiales críticos, como el neón —clave en el proceso de fabricación— cuya producción se vio gravemente afectada tras la invasión de Ucrania.
En este escenario de bloques enfrentados, Europa parece fuera de juego. La Comisión Europea ha lanzado su «Ley de Chips» con una inversión anunciada de más de 40.000 millones de euros, pero la ejecución es desigual y descoordinada. «El problema es estructural. La Unión Europea carece de una política industrial cohesionada. Cada país intenta atraer inversiones por su cuenta, pero no hay una visión estratégica común», sostiene Jiménez. En Estados Unidos, las decisiones son centralizadas. En Europa, los fondos dependen de los estados miembros, y el resultado es una fragmentación que lastra cualquier posibilidad de liderazgo.
Otros países han aprendido la lección. Japón, que fue líder en esta industria en los años 80, ha reaccionado con la creación de un nuevo fabricante nacional, Rapidus, para competir en chips avanzados. «En Europa podríamos haber impulsado algo similar. Tenemos a ASML, que es líder en maquinaria de litografía, pero no se ha dado el paso de crear un verdadero campeón europeo en fabricación», señala García. El riesgo de quedarse atrás ya no es abstracto: es tangible.
Al margen de los grandes actores estatales, el sector vive también un momento de transición tecnológica. La imposibilidad de acceder a maquinaria avanzada ha llevado a China a explorar alternativas como el empaquetado 3D, la arquitectura RIS5 o la fotónica. Si logra alcanzar niveles similares de rendimiento por vías distintas, podría romper el dominio de las tecnologías de miniaturización que hoy monopolizan empresas como ASML. Ese sería un punto de inflexión. «Si China consigue avanzar en esos caminos, puede que el desenlace no pase por controlar Taiwán, sino por prescindir de ella», apuntan.
Lo complejo del panorama actual es que ningún desenlace está claro. La tensión se mantiene en todos los frentes: comercial, industrial, militar, medioambiental. La relocalización de la producción, la presión sobre las cadenas de suministro, la carrera por las materias primas críticas y la pugna por el control de los estándares tecnológicos configuran un mapa tan frágil como incierto. «Esto no es una historia cerrada. Es como escribir sobre la Segunda Guerra Mundial en 1942. Sabemos lo que ha pasado hasta ahora, pero no sabemos cómo va a terminar», concluye García.
Lo que sí sabemos es que esta guerra —invisible para muchos— ya condiciona las decisiones de gobiernos, empresas y bancos centrales en todo el planeta. Porque quien controle los chips, controlará la innovación, la inteligencia artificial, la defensa, la energía y, en última instancia, el poder. Y ese conflicto ya ha empezado.
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